octubre 02, 2008

Minutos fotografiados en color

Septiembre, en mi vida, trae muchas cosas, que octubre termina por barrer con su fuerte viento.

Pero ahora, en la justa media entre septiembre y octubre; en días donde no hacía ni el calor soportable de fin de verano, ni el alentador fresco de principio de otoño; en noches donde mi reloj eran las 00:01 y en otro las 23:59, haciendo dos minutos la entera diferencia entre ser feliz y ser igual de feliz que todos los días; en ese instante preciso, me di por enterada de qué es lo que hay que hacer.

Salí de viaje y lo único que deseaba hacer era contemplar el mar. Las noches fueron lo suficientemente profundas como para que me perdiera, junto con una taza de café, y me hicieran callar el rugido de las olas. Esa inmensa extensión de agua me quitó las palabras y los pensamientos; me cubrió de sal de arriba a abajo y se llevó algunas dudas, algunos prejuicios y, por qué no decirlo, me golpeó un poco para arrancarme algún miedo arraigado. Y muy temprano me despertaba su sonido, como para advertirme que no olvidara que todavía nos restaban horas juntos y a solas, de plática incesante.

Regresé y no fui a mi casa. Llegué a un sitio que me haría enfrentar, por entero, algunas de las dudas y de los miedos. Y así fue como, en medio del ya notable fresco del otoño, en un lugar alejado de la playa y más cercano a mi casa, una noche decidí enredarme en esa misma soledad de estar frente al mar, pero en compañía. Y durante la madrugada, al esperar que llegara de vuelta el alba para partir definitivamente, no pude dormir, por miedo a que se me olvidara cómo sonaban las olas y cómo se sentía la arena sobre la piel desnuda. Temía olvidarlo la primera noche que estaba lejos de todo eso, así que intenté recordarlo con furtivas caricias que no tenían vuelta sobre mi piel. Aquí no hubo despedida, ni siquiera creo que me importe. Pero me hubiera gustado guardar el sonido de ese otoñal adiós, al igual que el estrépito del oleaje sobre las rocas con el que me despedí del verano.

Así es como puedo decir que las despedidas estivales saben a sal y las de otoño, nunca se pronuncian, simplemente caen un día como las hojas del calendario que nos negamos a arrancar.

El mar me estrujo y el otoño terminó por despertarme de este aletargamiento.

Y de nuevo, un instante, mis minutos dejaron de ser blanco y negro y se fotografiaron en color, como una excepción de vida.


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