enero 09, 2008

El delicioso sabor de la fingida infidelidad


Tengo un proyecto de trabajo en particular al cual le tengo gran apego. Y no porque sea muy interesante, ni complicado, ni con una gran empresa, ni porque me deje gran ganancia y desarrollo; sino porque me da la gloriosa oportunidad de escapar unas horas de mi rutina. Es cuestión de decir durante la tarde: "voy a cita con...", "estaré viendo el proyecto tal" y se me abre la maravillosa posibilidad de manejar kilómetros y kilómetros (sin salir mucho de la ciudad) o no ir a ningún lugar, ver a alguien de imprevisto, esconderme en una tienda o ir a comprar un libro y sentarme en un café cualquiera a descubrir la pésima (pero entretenida) literatura que de vez en vez consumo.

Lo anterior no quiere decir que no trabaje en él. No. Simplemente que es tan flexible, no exige demasiado, es largo y yo soy la única (en mi oficina) que tiene relación. Así que por las tardes, cuando se supone que ya he salido de mi horario de trabajo, le dedico tiempo sin dedicarle. Y nadie sabe mi preciado secreto, mis tardes de escape, donde siento que engaño a alguien, que cometo un acto de infidelidad. Porque hasta reviso mi aliento antes de entrar a casa, me percato de no oler en exceso a café, de esconder los libros o las bolsas de las compras bajo el saco y de sentarme, en los restaurantes lejos de las ventanas delatoras desde donde cualquier conocido me pudiera encontrar y descubrir que engaño sin engañar a alguien.

Así llego y digo "Me duele la cabeza, es que vengo cansada, he trabajado mucho esta tarde. Hasta llegué a comprar un libro nuevo para relajarme". Y es todo lo que necesito para sentirme un poco culpable, deliciosamente culpable.

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