julio 25, 2007

Hurgando en un empolvado rincón

¿Quién no ha encontrado placer en una noche de insomnio y aburrimiento al hurgar en un empolvado rincón de la biblioteca, con la esperanza de encontrar entre los conocidos libros uno diferente, entretenido y fascinante? Esa era una de mis más grandes ilusiones durante las vacaciones de verano cuando estaba en la secundaria y preparatoria (cuando entré a la universidad me "surtía" de libros en la biblioteca). El ocio me hacía dormir durante la tarde y, al caer la noche, como cosa natural, me era difícil conciliar el sueño. Así que de puntillas bajaba a donde están todos los libros (unos en repisas, otros en alteros sobre el suelo, unos más en cajas de cartón, sin ser clasificados) y ansiaba encontrar alguno que no me fuera familiar, que no se viera como esos libros aburridos de negocios o de historia política o que no fuera uno de los tantos que había leído al menos tres veces.
Hace dos noches recordé esos días. Y aunque no era tarde, bajé a buscar un libro nuevo. Hará cosa de dos años, mi papá llegó una tarde con el automóvil lleno de libros viejos. Los compró afuera de una casa. Su dueño había muerto y nadie estaba interesado en conservarlos. Así que mi papá regresó a casa triunfante con alrededor de 500 libros viejos, amarillentos, con olor a polvo... llenos de encanto. Mi hermana le dedicó muchos minutos a limpiarlos y clasificarlos. Muchos de historia, novelitas rosas, biografías, un poco de ciencia. Libros de principios de 1900. Libros con una clara historia marcada entre sus páginas. Hay algunos que hasta anotaciones tienen, donde el lector ponía: Insulso, Entretenido, Interesante y demás notas que dan una buena idea sobre lo que se tiene entre manos.Obviamente, no me ha alcanzado el tiempo de leerlos todos. Obviamente, es abrumador ver tanto material "nuevo" y no saber por donde empezar.

Así que como decía, hace dos noches bajé a buscar algo para entretenerme, para matar al insomnio. Tomé uno llamado Claudina en París. Lo empecé a leer. La lectura se fue rápido. Luego reparé en que no había visto quién es el autor. Y allí fue donde me di cuenta que estaba leyendo el segundo libro de la primera serie de Colette... las Claudinas. ¡No puede ser! Tanto que he oído hablar de Colette, del mito que es y nunca había tenido un libro de ella. Volví a leerlo desde el inicio con más calma. Quiero de una u otra manera descubrir ese encanto del que se habla que la escritora tiene, quiero ver eso que ha construido los mitos y no quiero creérmelos, quiero vivirlos de cerca. Definitivamente el libro que estoy leyendo es una reminiscencia de la vida bucólica que la escritora tuvo en su infancia. Es la añoranza de la pequeña Claudina al encontrarse encerrada en el monstruo que es París. ¡Cómo me entretiene! A veces, cuando se toma un libro con escenario parisino, es muy predecible lo que se dirá de la Ciudad Luz, se sabe que se le revestirá de ese encanto que tiene, de esa magia, de ese color y ese ambiente que suele envolver desde que se pone un pié en tierras francesas: París es París y todo el mundo se emociona al decirlo. Sin embargo, Colette habla de un París que no importa, habla de una vida que ansía estar en tierras más tranquilas, lejanas de la parafernalia propia de las grandes ciudades. Colette busca una vida más sencilla, pero en absoluto simple.

Estoy empezando el libro, voy en la página 82. Pero quiero transcribir un pequeño parrafito que me ha entretenido:

¿Quién ha de creer que Claudina tiene pensamientos tan lacrimosos, después de haberse levantado de la cama y haberse sentado a la oriental ante el mármol de la chimenea, ocupada aparentemente en tostar una pastilla de chocolate, que sostiene cerca de las brasas con unas tenacillas? Cuando la superficie expuesta al calor se ablanda, se ennegrece, crepita y comienza a hincharse, la divido en láminas sutiles con un cuchillito... ¡Gusto delicioso, que participa del de la almendra tostada y el gratín a la vainilla! ¡Languidez melancólica, saborear el chocolate hasta lamer las tenacillas, tiñéndose al mismo tiempo de rosa las uñas de los pies con un trapito, sumergido antes en la tinta del tintero rojo de papá!
...
-Huele usted... a canela, Claudina.
-¿Por qué a canela?- digo con languidez, embotada por la impresión ligera de su aliento.
-No sé- dice riendo-. Un olor cálido, un olor a confitería exótica...
-¿Dulces orientales?
-No. Parecido a tarta de Viena; un olor que abre el apetito. Y yo, ¿a qué huelo?- pregunta él, acercando su aterciopelada mejilla a mi boca.
-A heno cortado- digo yo, aproximándome. Y como no retira la mejilla, la rozo suavemente, pero sin llegar a apoyarme en ella. Lo mismo hubiera rozado un ramillete o un melocotón maduro. Hay perfumes que no se aspiran bien más que por la boca.
-¿Es heno? Es un olor verdaderamente sencillo...

Colette, Claudina en París, Editorial Sud América, 1a. Edición. Octubre 1959. Pp. 80, 82.

Y así han transcurrido mis últimos días. Con la ilusión de salir del trabajo, que llegue la noche y yo poder leer el simple librito que me emociona desde que me levanto.
Veamos en qué termina. Veamos si puedo leer a las otras Claudinas. Veamos.

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