junio 22, 2009

Boda sin compromiso

Este fin de semana viví un sábado cualquiera, con las mismas actividades de los últimos meses que obviamente incluyen despedidas de soltera, comidas familiares y bodas. Ahora que lo pienso, mis sábados terminan en boda, aunque no lo tenga propiamente planeado.

Estando en uno de esos eventos sociales donde las mujeres conversan, dan consejos a la próxima señora, hablan de ropa, tendencias en colores, historias antiguas de amor y cuentan cómo es que son las más cercanas a los próximos desposados, un atractivo caballero me llamó para rescatarme de esa carga excesiva de feminidad.

Salí gustosa de ese lugar, no porque no estuviera entretenida, sino que me sentí tranquila de respirar el aire fresco una mañana soleada de sábado, en vez del conocido ambiente enrarecido de los restaurantes de especialidad durante los desayunos. Y de allí en adelante, después de cumplir con los trámites por los que había sido solicitada mi presencia, con mi vestido de vuelos azules, me dediqué a hablar de lo que me gusta, tomar lo que me gusta, contemplar lo que me gusta. Hora tras hora nos sentamos a conversar y no, a planear el futuro inmediato y el disfuncional futuro lejano, inexistente, brumoso, pero optimista.

Y en un segundo, me vi envuelta en el sueño de una familia nueva, de hijos por educar, de alguien a quién cuidar, de familia política, de navidades compartidas, de discusiones por los nombres de los pequeños, de pagos de seguros de vida y de colegiaturas. Así fue como en menos de 2 horas resolvimos unir nuestras vidas en ese mismo futuro disfuncional, lejano e inexistente que nos puede convenir tanto, a mi compañero y a mí.

Y gracias a esa euforia de sueños, decidimos ir a otro lugar, sentarnos a contemplar las plazas del centro, las iglesias, los parques. Ser parte y no de los viandantes que quieren ser invisibles, que se sientan en un kiosco a darle color a sus zapatos, a despercudirse el polvo de la semana y a refrescar la información que puedan obtener de otros que tampoco tiene algo que ver con ellos mismos. Esa fotografía, vista a través de mi vaso con agua mineral y la cerveza de mi compañía, tomó matices que no esperábamos para esa tarde.

De pronto, frente a la iglesia que teníamos enfrente, empezó a reunirse un grupo de personas de trajes brillosos, algunos, a mi gusto, más descubiertos de lo que el decoro permite para los recintos religiosos. Pero eso no importaba, porque era notorio que la felicidad lo cubría todo. Y una y otra vez vimos dar vueltas a un novio ansioso, indeciso quizá, meditabundo, asustado. Hasta que entró a la iglesia y nos olvidamos del asunto. Pero, a los pocos minutos, otra cosa llamó nuestra atención: en la bayoneta se formaron dos autos de novia, llenos de flores y moños. Por un momento pensamos que uno sería del novio y otro de la novia. Pero, observando detenidamente, notamos como dentro de uno de los autos se arremolinaba un merengue inmaculado de tul, organza, chifones y tafeta; y en el otro venía invadido por plumas, flores y un perfume escandaloso que se percibía hasta el restaurante donde estábamos sentados.

Dos novias, dos bodas. La curiosidad hizo presa de nosotros. Especulamos mucho sobre el motivo de una ceremonia doble. ¿Amigas inseparables? ¿Desconocidas resignadas a compartir gracias a la falta de espacios exclusivos? La única forma de averiguarlo era asistiendo a la ceremonia. Unos minutos después, ya estábamos dentro de la iglesia, escuchando los votos de amor de dos parejas. Ellas eran hermanas y obviamente le dieron a la mayor el honor de ser casada primero. Fue allí en el atrio donde nos enteramos de la vida de ambas. Una se casaba con un extranjero, la otra se casaba con el amor de su vida. Y entre felicitaciones, parabienes, abrazos, globos al viento y gozo ajeno, fingimos conocer y saber la vida entera de quienes nos habían causado curiosidad. Y como eso no podía parar allí, como las tradiciones deben cumplirse, celebramos una boda más un fin de semana que teníamos libre.

Y luego, después de reflexionar lo suficiente, caigo en cuenta de que la vida cambia en un momento. Y no me refiero al hecho de asistir o no a eventos sociales. Más bien, hablo de que estoy ansiosa esperando que la vida me sorprenda con llamadas espontáneas, tazas de café no planeadas y burbujeantes bebidas que abran mis ojos y mi corazón para que yo pueda notar cuando el destino tenga mi nombre escrito. Los sueños de familias inexistentes son sólo eso: fantasías. Lo que es hoy, es que disfruto de momentos inesperados con compañías esperadas. Me gustaría asegurar que mi futuro piensa lo mismo que el hoy, pero con un ligero cambio: un poco de amor.

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