Son los ímpetus de las pasiones, deslizadores de la cordura, y allí es el riesgo de perderse.
Baltasar Gracián
Hay minutos en que me siento vieja. Hay minutos en que me molesta que se disturbe mi rutina. Hay minutos en que me doy por enterada de que no soy una mozuela que tenga todo el permiso de equivocarse y lograr la pronta reivindicación. Hay minutos en que me pesa tener la edad que tengo y estar apostada dónde estoy y cómo estoy, en esta parodia de disoluta actuación infantil y de imperceptible madurez.
Sin embargo, también hay mañanas completas en que me levanto con un brío que me hace creer que tengo de vuelta 16 años y que si yerro lo único que hay que hacer para sanar al corazón es llorar hasta la siguiente sonrisa. Momentos en que cuando llega el alba, un aire de vehemencia hace presa de mí y me siento capaz de correr hasta que mis pies se despeguen de este suelo sin saber a dónde voy a llegar; me siento capaz de amar sin que importe otra cosa, de besar hasta que se me desgaste la noche y la intención.
Hay tardes en que me recorre un impulso, un ardor que me nubla por completo y me hace actuar con toda esa pasión que da la inexperiencia, pero con la frialdad que he adquirido con los años; con una planeación y exactitud que me extrañan porque a lo único que me llevan es a la perfidia contra mí misma.
Y al llegar la noche, después del ímpetu y revuelo de todo mi día, cuando pongo la cabeza en la almohada y el cuerpo entre las sábanas recién cambiadas, el ansia no me deja dormir. Me acosa la desesperación, la culpa por actuar de esa manera desbocada que me lleva a perder la cordura. Pero la cordura también me molesta, murmura en mi oído que es ella quien no me permite ser más libre y más feliz.
Al final de cuentas, el ímpetu es el culpable de todo. Mi cordura no tendrían atisbo de duda, si no hubiera algo que le encendiera la sangre y la hiciera deslizarse hasta la perdición en la que, por instantes, me siento inmersa. La culpa de la culpa no es mía, así que me sentiré menos culpable por la culpa que tengo, pero que no me pertenece.
Y cuando llego a estos dilemas, me doy cuenta de que no estoy tan envejecida. Alguien viejo no tendría problema en resolver los hechos de la vida. Es más, no tendría que resolverlos. Simplemente los viviría. Hay días completos en que me gustaría ser vieja y no sólo sentirme como tal. Me gustaría sólo por un minuto perderme en la emoción del día a día y no en la esperanza del mañana.
Sin embargo, también hay mañanas completas en que me levanto con un brío que me hace creer que tengo de vuelta 16 años y que si yerro lo único que hay que hacer para sanar al corazón es llorar hasta la siguiente sonrisa. Momentos en que cuando llega el alba, un aire de vehemencia hace presa de mí y me siento capaz de correr hasta que mis pies se despeguen de este suelo sin saber a dónde voy a llegar; me siento capaz de amar sin que importe otra cosa, de besar hasta que se me desgaste la noche y la intención.
Hay tardes en que me recorre un impulso, un ardor que me nubla por completo y me hace actuar con toda esa pasión que da la inexperiencia, pero con la frialdad que he adquirido con los años; con una planeación y exactitud que me extrañan porque a lo único que me llevan es a la perfidia contra mí misma.
Y al llegar la noche, después del ímpetu y revuelo de todo mi día, cuando pongo la cabeza en la almohada y el cuerpo entre las sábanas recién cambiadas, el ansia no me deja dormir. Me acosa la desesperación, la culpa por actuar de esa manera desbocada que me lleva a perder la cordura. Pero la cordura también me molesta, murmura en mi oído que es ella quien no me permite ser más libre y más feliz.
Al final de cuentas, el ímpetu es el culpable de todo. Mi cordura no tendrían atisbo de duda, si no hubiera algo que le encendiera la sangre y la hiciera deslizarse hasta la perdición en la que, por instantes, me siento inmersa. La culpa de la culpa no es mía, así que me sentiré menos culpable por la culpa que tengo, pero que no me pertenece.
Y cuando llego a estos dilemas, me doy cuenta de que no estoy tan envejecida. Alguien viejo no tendría problema en resolver los hechos de la vida. Es más, no tendría que resolverlos. Simplemente los viviría. Hay días completos en que me gustaría ser vieja y no sólo sentirme como tal. Me gustaría sólo por un minuto perderme en la emoción del día a día y no en la esperanza del mañana.
2 comentarios:
La vida sería diferente si contara con una especie de "Ctrl+Z".
Bueno, parece que ya te titulaste, sé una cosa más de tí, el nombre y el rostro es ahorita lo de menos.
La vida no tiene un Ctrl+Z porque si lo tuviera, quizá todos estaríamos intentando hacerla perfecta y dejaríamos de vivirla.
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