noviembre 04, 2013

La droga literaria



Lo confieso: escribo bajo la influencia de las drogas. La que prefiero es aquella que se obtiene de la sustancia que segrega el corazón roto. ¡Inmejorable! Junto con ella, aparecen en la memoria drogadicta, aquellas dosis que fueron obligadas a ser consumidas, por necesidad, para continuar con la vida intelectual: las literarias.

La memoria de las drogas literarias es terrible. Especialmente para las mujeres. El maldito romanticismo decimonónico nos ha marcado, a las latinoamericanas del siglo XX, como ninguna época. Buscamos un hombre que ame a muerte y aún después. Y no solo eso, debe ser un hombre románticomodernista: entregado a fondo a sus pasiones, pero pasiones refinadas, cultas, cosmopolitas y preciosistas. Toda una letal combinación posmoderna.

Odio haber leído Cumbres borrascosas y creer que el amor, a pesar de equivocarse en la Tierra, se reivindica a su tiempo. Odio haberme enamorado de un personaje tan ruin como Heathcliff; soñar con que puedo cambiar la historia y convertirme en una Catherine paciente, que espera a que el joven desbocado se transforme en un señor. Y curarlo de sus rencores con mi prístino amor.

Odio haber conocido la anécdota simplista de Penélope y Ulises, a través de las canciones de Serrat, para luego buscarlas en la literatura. Odio sentir la responsabilidad de tejer las redes de la seducción, para no perder pretendientes, aunque luego, durante la noche, desteja todo, desconcertándolos. Mientras, soñar con que llega el verdadero amor, ese que ha recorrido el mundo y que se complace en regresar con una mujercita que solo acumuló añoranza y kilómetros de estambre.

Incluso odio haber visto más de setenta veces La bella y la bestia. Saberme una mujer culta, pero sacrificada a fin de cuentas; una mujer joven en la vida pero vieja para amar. Odio poner los ojos en bestias, porque creo que bajo su capa hay un príncipe que solo necesita un poco de afecto. Odio esperar las transformaciones. Odio soñarme hermosa y con una enorme biblioteca.

Y aquí, con una sobredosis de rotocorazonina, reniego de querer sentir. Reniego de leer, pero, sobre todo, de tener que explotar en vana palabrería. Odio tener un diario en el que plasmo mis dolores y ensoñaciones; odio que me guste tomar el estambre y las agujas para tejer olvidos que regalo en forma de bufandas; y, sin más, odio poquito a Disney.

Pero la memoria de la droga literaria me lleva a reflexionar en vivencias que no me pertenecen y a reescribir las historias cuantas veces necesite. Al fin de cuentas, la publicación más importante que haga, es aquella que estará grabada con mi epitafio. Y dirá: “Linda Díaz. Latió su corazón”. Y esa es una linea que no me va a tocar escribir.

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