julio 23, 2014

Escribir del amor

Las reflexiones de la vida siempre terminan escribiendo del amor y del desamor. Y no salgo de leer los lugares comunes. 

Pero luego, en un esfuerzo de empatía con el autor, trato de recordar, escarbando en la memoria marchita, de los amores verdaderos que he tocado con las yemas de los dedos. Los he tentado con miedo, porque son burbujas, que solo puedo recrear cuando aprieto los ojos con fuerza para mirar fosfenos. 

Cuando hablo del amor, no puedo pensar en alguien en particular. Tengo presentes momentos específicos de las vivencias juveniles, donde le escribía cartas a imposibles, esos que terminaron con un disparo seco directo en la sien. O también escucho el hormigueo de la oreja, después de pasar horas hablando por teléfono, fingiendo que la madrugada no llegaría nunca, eternizando los juramentos en cientos de cartas. Siento en los labios esos besos furtivos que solo sucedían cuando escapaba por minutos, en la noche, de la casa de mis papás. Me estremezco al dibujar la memoria de una banca, en el jardín de mi universidad, donde esperaba que llegara una voz que nunca amé. Toco el frío de la sala de cine, donde rozaba con timidez el hombro del amor de mi vida y quería reconocer el olor de su inexistente perfume. Suelo saborear el esbozo de recuerdo de esas largas comidas en mi casa, destinadas a morir en siestas profundas. Huelo el ambiente de la luz de velas. Pienso en las misivas electrónicas donde se reflejaban promesas que se sabía, no se podrían cumplir. 

Pienso en cuando tenía 15 años. Y ahora que llego a los 30. 
Amar los momentos con diferencia de años. 

Pero lo que no cambia, es como se sienten los espasmódicos movimientos del corazón agonizante cada vez que lo rompen un poco más. El recuerdo es el mismo, el de las lágrimas contenidas, el de apretar el puño como si con eso pudiera hacer bombear la sangre para asegurarme de no morir. 
Morir de amor. 
Escribir de amor. 
Matar el recuerdo del amor.

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