mayo 27, 2009

Presagios de boda


Con 14 años de novios, mis amigos decidieron casarse. Ella es como una princesa española. Delgada, alta, con ese aire de altivez y mirada profunda, que logra un efecto de atracción ineludible. Él, agradable, guapo, protector y con ojos únicamente para ella. Se conocieron desde niños, se amaron desde niños y soñaron con estar juntos el resto de su vida.

Así que una buena tarde, en una ciudad pequeña decidieron frente a un dorado altar jurarse amor eterno frente a Dios, la sociedad y la familia.

Y luego, la fiesta en un palacio con filos de oro y columnas de cantera. Música para bailar toda la noche, olor a flores y ambiente festivo. Todo en perfecto blanco con perla. Todo exudabndo felicidad, alegría, realización, eternidad.

Pero en medio de todas esas personas conocidas y desconocidas, me encontré soñando en una noche que no se terminó, es más, que ni siquiera llegó a empezar cuando ya el amanecer nos sorprendió a todos. Y antes de todo esto, las típicas tradiciones: el baile de los novios, el brindis, los buenos deseos, el regocijo, el dulce turrón y el escandaloso ramo que avisa quién será la que fungirá de anfitriona en la siguiente ceremonia.

Siempre le he temido a este tipo de ritos. He de confesar que me caen mal. Me disgusta la formación, la danza frente a los ojos escrutadores de los presentes, viendo cara de solteronas ansiosas a todas las participantes. Yo voy impulsada por el ánimo de mis amigas, por las burlas de mi hermana o por el simple compromiso. Si no existen los anteriores elementos, ni lo intento. Finjo ser invisible durante 5 minutos. Sin embargo, ya que en ocasiones es ineludible "la marcha de la soltería y la decepción", tengo una técnica: ponerme lo más atrás posible y a la izquierda. Nadie lanza los ramos hacia la izquierda ni tan atrás. Y en esta ocasión, en la boda de mi querida amiga, quedé pegada a una de las columnas, siendo imposible que me hiciera más atrás. Pero, de pronto, después de toda la ridiculez previa al "lanzamiento de la bendición", veo a una horda de mujeres en bufa ansiosas por obtener, a costa de lo que sea, el amuleto de la felicidad postrera.

Yo no tuve más remedio que asirme de lo que me había caído en el regazo. Y lo levanté como bandera blanca, pidiendo paz, dando entender que lo entregaría a la que lo quisiera con tal de salir ilesa de esa espantosa situación. En ese instante, la música sonó alegremente, celebrando a la ganadora. No tuve más remedio que sonreír y dirigirme a mi lugar con el trofeo en la mano.

A partir de ese momento, tomé conciencia de que yo era la mujer más importante de toda la fiesta. La novia había pasado a segundo término, lo importante de allí en adelante, es que en los próximos días habrá una fiesta y yo luciré el albo traje, habrá música, brindis, chocolates, flores, turrones, tules y regalos... todo hasta que otra mujer asustada tome la estafeta del matrimonio entre sus manos, con tal de no ser devorada por las ansiosas.

Los presagios de boda son lo que son. Olorosas flores que te anuncian que la vida es hermosa. Yo no necesito un hombre vestido de tuxedo que me cargue en el umbral. Lo que necesito es un buen compañero de baile, un excelente conversador, amigas animosas y un bonito vestido para disfrutar la siguiente boda, que, aseguro, no es la mía.

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